Chico Buarque: escritor fantasma de autobiografías ajenas

«¡Impecable!», fue la expresión que utilizaron en distintos momentos y desde diversas latitudes Vanda y Kriska para calificar los libros de Zsoze Kósta (José Costa), alter ego de Chico Buarque, escritor fantasma de autobiografías ajenas. La primera vocalizó esa expresión de asombro –y deleite– cuando leyó El Ginógrafo, libro estelar de un conocido autor alemán y, la otra, cuando cayeron en sus manos los Tercetos secretos, de Kocsis Ferenc, poemas finales de un laureado poeta húngaro. A las pocas páginas de lectura de Budapest caí en la cuenta de que la motivación que tuvo José Costa para escribir fue la vanidad, esa posibilidad de adueñarse del cuaderno de otro y escribir su historia como si fuera la propia, por el puro placer de suplantar la voz de alguien más. Al menos así lo dice el autor: «Anochecía, y yo volvía a leer las frases que sabía de memoria […]como quien tiene amoríos con una mujer ajena. Y si las frases me envanecían, mucho mayor era la vanidad de ser un creador discreto».

Leonard Cohen escribió sus dos primeras novelas –Los hermosos vencidos y El juego favorito– antes de incursionar en la música, «para pagar las cuentas», narra en alguna entrevista. Sin embargo, el canadiense siempre se mantuvo lejos del mainstream de la industria musical y sin lugar de privilegio en los charts de popularidad; si se convirtió en artista pop fue por los beneficios económicos que le generó ese viraje y no por la intención de abandonar la literatura –refugio vitalicio de su creatividad. Lo que me lleva a reflexionar sobre el empeño detrás de la escritura, su necesidad subcutánea –más allá del éxito y la fama– y su naturaleza de germen de anonimato: medio ambiente natural para el escritor fantasma promedio. Chico Buarque inició su trabajo literario para instalarse en el anonimato, como reacción a la fama y el éxito, optando por el encierro y la página tipeada con máquina de escribir mecánica para así escapar de los reflectores, el glamour y el membrete de ser el «compositor más grande de la música brasileña», y erguirse firme, como una vela sin pabilo, en la obscuridad.

La primera novela de Buarque publicada en español –Estorbo– data de la década de los ochenta, cuando ya era una celebridad de la música en su país y referente obligado de la lírica en portugués; después siguieron BudapestLeche derramadaEl hermano alemán y varios títulos más, que no se han traducido a nuestra lengua. Budapest narra la historia de José Costa, escritor anónimo que huye de São Paulo al descubrir que su socio ha establecido un negocio de escritores fantasmas que tenían como divisa imitarlo, no sólo en la voz, sino hasta en la forma de vestir y comportarse: Era tener a un plagiario que me precedía, un espía en el cerebro, un filtro en la imaginación. De modo que, para salvarse de la vida monótona, de la triste relación que tenía con Vanda (su esposa) y del riesgo de ser plagiado (abducido por la realidad), aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para evadirse del destino y viajó al país magiar, cuya lengua y geografía desconocía, hasta que llegó a Budapest, encontró a Kriska y descubrió que el amor y el lenguaje son mutables. La fuerza de los acontecimientos lo convirtió nuevamente en escritor fantasma –ahora de poemas– encontrando en el nuevo idioma, el húngaro, un medio eficaz para comunicar sus obsesiones: «única lengua del mundo que, según las malas lenguas, el diablo respeta».

En un primer nivel de lectura, el libro es la radiografía del escritor guiado por una pulsión: crear para que nadie lo lea porque está vacío de vanidad (a pesar de que diga lo contrario), ya que se siente cómodo en la penumbra. En el segundo acercamiento, el libro es la búsqueda de un lenguaje materno que no evoca al arrullo y al idioma que vocaliza la madre, sino la voz femenina en su calidad de hallazgo y variedad, cercanía y lejanía, realidad e irrealidad, santidad y pecado, esencia escrita.

Chico Buarque escribió Budapest, sin conocer la ciudad ni la lengua magiar, como única salida a la obsesión de escribir, para no ser leído. Sin embargo, en esa ciudad extraña y amarilla encontró la vitalidad necesaria para regresar a su país natal y reconocer en el portugués –su lengua de nacimiento– la jaculatoria sagrada que se escucha con los oídos del viajero para, desde la novedad, ser capaz de ver con otra óptica su ciudad, a su mujer (Vanda), a su hijo, al libro que verdaderamente escribió, El naufragio (y no El ginógrafo), a pesar de que en su memoria la añoranza era otra: tener una vida paralela con una mujer diferente a la que tenía frente a sí (Kriska), en otra ciudad (Budapest y no en São Paulo), lugar en el que el escritor fantasma pudo acceder al lenguaje materno de una desconocida –«la mujer amada, cuya leche había sorbido, [aquella que] me dio de beber del agua con la que había lavado su blusa»– de quien escribe una autobiografía, intentando reproducir sus palabras, como quien eleva una oración para que se la lleve el viento.

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Rodolfo E. Lezama

Escritor y asesor electoral.

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