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Aprendizajes

En México, los esfuerzos por instruir en civismo son incesantes. Las maneras de intentar fortalecer el proceso de enseñanza-aprendizaje en cuestiones relacionadas con el cuidado responsable de los bienes públicos resultan cada vez más variadas. Si bien es cierto que dichas actividades preponderantemente de índole educativa se retrotraen a los primeros años de formación básica, también lo es que el rol que cumplen las universidades y, propiamente, ciertas instituciones específicas del Estado –como vendrían a ser los múltiples organismos político-electorales–, resultan fundamentales para generar condiciones que permitan asumir un sentido comprometido de ciudadanía.

No cabe duda que las actuales condiciones globales ocasionadas por la emergencia sanitaria de Covid-19 han venido a replantear un sinfín de temas a los que solíamos estar acostumbrados tan solo hace unos meses; como si cada fenómeno social se viera afectado en diferentes grados y formas, pero indefectiblemente termina por descubrirse anclado en las nuevas tecnologías de la información.

Es evidente que el futuro (cualquiera que este sea) se deberá trazar desde la funcionabilidad y potencialidades de estas herramientas de comunicación, claramente sin obviar sus riesgos ni, mucho menos, sus respectivas particularidades en torno a temas como desigualdad, pobreza y discriminación.

Específicamente, en lo que respecta a la formación enfocada en el desarrollo de capacidades intelectuales y valores para alcanzar ciertos fines –tanto personales como profesionales–, queda claro que la compatibilidad de estos procesos con los medios electrónicos fue determinante para evitar caer en la inacción y, eventualmente, en la absoluta irrelevancia. Así, sin temor a equivocarse, es posible afirmar que durante esta pandemia las escuelas, sus profesores y su personal administrativo fueron de las primeras instituciones sociales que mostraron alguna alternativa para continuar, en mayor o menor medida, con sus labores cotidianas.

Este escenario, no exento de controversias, tal vez puede servir para reflexionar e imaginar mejores condiciones que puedan fortalecer la educación para la ciudadanía el día de mañana. No solo porque precisamente en estos momentos cobra especial relevancia la puesta en práctica de valores como la disciplina, la solidaridad y la empatía, o bien, determinadas habilidades que tienen correspondencia con un actuar razonable desde cada campo del conocimiento sino, y sobre todo, por saberse parte de una misma comunidad. Parecerá algo notoriamente manifiesto, pero no lo es.

Al momento en que algunos se ostentan como si fueran los dueños y patrones de este espacio, permitiendo arbitrariedades y aprovechando el contexto indeterminado para lucrar y continuar abriendo una brecha entre ricos y pobres, el surgimiento de burbujas sociales se devela como un fenómeno que ha terminado por fracturar a nuestro país, generando graves disparidades entre sus ciudadanos. En tiempos en los que la exclusión es la regla y la inclusión la excepción, la grandeza de un entorno no solo radica en su desarrollo económico sino también depende de múltiples factores como su capacidad para ser generosos con los otros, en su proyección para imaginar un mejor porvenir y en la revalorización de los trabajos «invisibles» de tantas y tantas personas que son explotadas bajo condiciones laborales ínfimas como repartidores, conductores, recolectores de basura, entre muchos otros. Hoy más que nunca deberíamos tener presente que el sentido de comunidad rebasa clases, generaciones, ideologías, filias, tradiciones e, incluso, al propio territorio.

Por eso habrá que educar para ser mejores ciudadanos después de esta situación excepcional que todos estamos viviendo pero que no a todos nos afecta por igual. Por eso el papel cardinal de las instituciones encargadas de potencializar estas nociones y actividades que suelen pasar desapercibidas hasta que su ejercicio resulta inaplazable.

Y es que, antes que organizar desaforadamente aburridos foros virtuales sobre las virtudes ciudadanas en estos tiempos (en los que, por lo general, el monólogo prima sobre el diálogo), querer retomar la normalidad como si nada hubiera pasado (aplazando cargas de trabajo y esperando pacientemente volver a la rutina) o bien, lanzar una amplia oferta de cursos y diplomados en línea que termine por saturar y rebasar a los interesados, simple y sencillamente ya va siendo hora de tomarse en serio la idea básica de reconocer a la dignidad, la igualdad y la libertad como valores fundamentales en la construcción de vínculos relacionales más sensatos y comprometidos…, y ponerlos en práctica. En pocas palabras, de impulsar no solo mejores ciudadanos sino también mejores personas.

Y esto para nada refiere a ese republicanismo naif que tanto suele atraer a numerosas instituciones públicas, a esa patética operación que aviva el estoicismo y declara a los ciudadanos como acuciosos contralores del Gobierno, como ciudadanos de tiempo completo estando al pendiente (todos y cada uno de los 365 días del año) de cuestiones relativas a la política pública del país, a pesar de que no se tengan cubiertas las necesidades básicas –a pesar de que el Estado le ha fallado a muchísimos de sus habitantes. En absoluto.

En un contexto en el que el proceso educativo suele ser contemplado como un mero trámite para satisfacer al mercado, por lo general, los centros educativos responsables de formar en ciudadanía se encargan de deformar la importancia de la ética y la filosofía moral, de resaltar aspectos técnicos sobre sociales y menospreciar un modo de vida acorde al entorno en el que también cohabitan cerca de 50 millones de personas en situación de pobreza. Al mezclar y confundir las cuestiones públicas con las privadas se suele avivar una lógica perversa en la que parecería que un título universitario resulta suficiente para ostentar conocimiento y practicar cualquier profesión durante toda una vida y bajo cualquier tipo de circunstancias, da igual que el mundo se esté cayendo a pedazos, o que la relevancia social de ciertas profesiones se haya venido abajo.

La idea es tan sencilla como transgresora: resulta indispensable esbozar programas formativos que inviten a pensar de qué manera se puede ser mejor ciudadano después de la pandemia, invirtiendo en cursos virtuales pero diseñados de manera atractiva e interesante, siendo pensados para todas las personas y no solo para aquellas que generacionalmente se encuentren «capacitadas», erogando una importante cantidad de recursos ya no en suntuosas instalaciones y parafernalias inadmisibles, sino en una interesante combinación de mentes teóricas y prácticas que puedan expresar y plasmar sustancialmente los principales retos a los que habrá que enfrentarse con el paso del tiempo y así, y solo así, empezar a enlazar el concepto de ciudadanía con el de justicia social.

Cuando –muchas veces– la complejidad de los sistemas jurídico-políticos se encarga de agravar y minar procesos sociales, produciendo daños y violentando esquemas sobre los que se cimientan los derechos de las personas, el Estado debería enfocarse en idear fórmulas y estrategias a través de las nuevas herramientas tecnológicas para renovar la vida pública desde un enfoque moral. Pero no discursivo, ni improvisado, mucho menos mojigato y doblemoralista –como es posible entrever este tipo de estrategias bajo la conducción de la presente administración federal.

No hay que olvidar que el Estado puede hacer muchísimo por este tema; de este depende que la calidad de sus profesionistas sea la adecuada y también que resulte cristalizada la construcción de un modelo político. Mientras el desprecio por la formación cívica y ética siga pensándose desde una lógica unidimensional y ornamental, no habrá una alternativa posible.

Es indispensable impulsar una educación para la ciudanía después de la pandemia que sea actualizada a las nuevas circunstancias, pero sobre todo, consciente de afrontar nuevos desafíos y crisis perpetuas ya que, si el Estado se desentiende, en definitiva, los únicos que podrán sacar a flote el barco ante otra emergencia serán, nada más y nada menos, que los propios ciudadanos.

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Juan Jesús Garza Onofre

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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