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Beijing+30 y el discurso del empoderamiento

Cada septiembre, el escenario de Naciones Unidas se llena de compromisos solemnes: líderes mundiales que prometen “redoblar esfuerzos”, “cerrar brechas” y “acelerar la igualdad de género”. Este año, tres décadas después de la histórica Conferencia de Beijing, la narrativa resonó entre los mismos ecos. Se habló del poder transformador de las mujeres, de la urgencia de garantizar su participación política y económica, así como de invertir en su liderazgo. Pero detrás del aplauso diplomático, los compromisos siguen siendo más elocuentes que los resultados.

La retórica del empoderamiento femenino se ha convertido en una moneda de legitimidad política. Gobiernos, organismos internacionales e incluso empresas privadas han adoptado el discurso de la igualdad como un requisito discursivo del siglo XXI. Sin embargo, mientras el discurso se sofistica, la desigualdad persiste con formas más sutiles y estructurales. La paradoja es evidente: nunca se ha hablado tanto de empoderar a las mujeres, y nunca ha sido tan difícil traducir ese discurso en poder real.

 

Compromisos de la Asamblea General 2025

 

Durante la Reunión de Alto Nivel de la Asamblea General de la onu por el 30 aniversario de la Plataforma de Acción de Beijing, 109 gobiernos reafirmaron su compromiso con la igualdad de género al anunciar 212 acciones nacionales concretas bajo la agenda Beijing+30, considerada la movilización multilateral más firme en favor de las mujeres y las niñas en las últimas tres décadas. 

En América Latina y el Caribe, la región participó activamente a través de catorce países que presentaron veintidós compromisos voluntarios regionales centrados en áreas como el empoderamiento económico, el fortalecimiento institucional, los derechos humanos y la transformación de las normas sociales. 

Estas iniciativas se registran en el Tablero de Acciones Prioritarias de Beijing+30, una herramienta digital creada por ONU Mujeres para dar seguimiento y transparencia a los compromisos asumidos por cada país, facilitando su consulta pública y fomentando la rendición de cuentas en materia de igualdad sustantiva. Sin embargo, su alcance depende de la voluntad política de los Estados y de su capacidad para traducirlos en políticas públicas sostenibles.

En el caso de México, el gobierno presentó un plan integral rumbo a 2030 con medidas concretas. Entre ellas destacan la consolidación del Sistema Nacional de Cuidados para redistribuir y reducir el trabajo no remunerado; la ampliación de imss-Bienestar para garantizar atención médica universal; la creación de la Pensión de Bienestar para las Mujeres; y el establecimiento de los Centros LIBRE, concebidos como espacios seguros con servicios legales, psicosociales y de empoderamiento comunitario. A ello se suma la proclamación del Año de las Mujeres Indígenas, con acciones de restitución de tierras, acceso a salud y becas para niñas y jóvenes en comunidades marginadas, así como la distribución nacional de la Carta de los Derechos de las Mujeres y la puesta en marcha de programas como la Línea de Ayuda 079 y el Programa de Abogadas de las Mujeres.

 

Nuevos avances, 

viejos vicios

 

El matiz crucial es que ninguno de estos compromisos es jurídicamente vinculante, y así, la ausencia de obligatoriedad facilita eludir responsabilidades. Prueba de ello es que, treinta años después, onu Mujeres advierte que menos del 15 % de los compromisos adoptados en la Declaración y Plataforma de Acción de Beijing han sido plenamente implementados. El progreso ha sido fragmentado, desigual y, en muchos casos, reversible.

Las causas son múltiples. En primer lugar, la crisis del multilateralismo: en un contexto de tensiones geopolíticas y falta de credibilidad de los organismos que sostienen al orden mundial, los acuerdos han perdido capacidad de seguimiento y los derechos de las mujeres han pasado a segundo plano. En segundo lugar, la fragmentación de la agenda feminista institucional, que muchas veces se concentra en indicadores cuantitativos –porcentaje de ministras, diputadas, empresarias– sin medir la calidad del poder que esas cifras representan. En tercer lugar, el crecimiento de movimientos conservadores, cada vez más articulados y transnacionales, que buscan deslegitimar los avances logrados en derechos sexuales, reproductivos y laborales. 

Y, finalmente, la dimensión económica del problema no debe obviarse en los compromisos en materia de igualdad. En este sentido, debido precisamente a la crisis del multilateralismo se han reducido los fondos internacionales y debilitado los mecanismos de cooperación, mientras que una gran parte de los gobiernos destinan a esta área presupuestos marginales. Las políticas de género dependen de partidas que compiten con la estabilidad macroeconómica, la seguridad o la infraestructura, y casi siempre pierden. En ese punto se mide el verdadero límite del compromiso: no en los discursos, sino en la disposición a financiarlo.

 

El espejismo del empoderamiento

 

En la narrativa dominante, “empoderar” se ha vuelto un verbo omnipresente. Se utiliza para describir desde programas de microcrédito hasta campañas de autoestima. Pero ese uso indiscriminado diluye su sentido político. Empoderar no es motivar: es redistribuir poder. De esta forma, se celebra la presencia de mujeres en espacios de decisión, pero rara vez se modifican las reglas de esos espacios. Se promueve su entrada al mercado laboral sin tocar las condiciones que sostienen la precariedad y la sobrecarga de cuidados. 

Un claro ejemplo de ello es la inclusión financiera y el otorgamiento de microcréditos que han surgido en los últimos años. El acceso a microcréditos, frecuentemente presentado como herramienta de empoderamiento, puede, en la práctica, traducirse en una doble carga: las mujeres asumen riesgos financieros elevados y, por las brechas estructurales, terminan pagando tasas de interés mayores y enfrentando obstáculos adicionales. En su versión más reciente, el discurso del empoderamiento sirve para legitimar una desigualdad administrada. La paradoja es que cuanto más se institucionaliza la igualdad, menos capacidad está teniendo de transformarlo todo.

 

Treinta años después…

 

Treinta años después de Beijing, el problema no es la falta de diagnósticos ni de compromisos, sino la falta de voluntad para alterar el equilibrio del poder.

La igualdad requiere algo más que cuotas, campañas o declaraciones: exige repensar quién toma las decisiones, quién se beneficia de ellas y quién paga el costo de sostener el sistema. Hablar de empoderamiento sin hablar de poder económico, fiscal y político es mantener la conversación en el terreno más cómodo del sistema. La igualdad se ha vuelto un lenguaje común –una obligación diplomática–, pero rara vez una prioridad de Estado.


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Raquel López-Portillo Maltos

Maestra en Gobierno y Políticas Públicas por la Universidad Panamericana, licenciada en Derechos Humanos y Gestión de Paz por la Universidad del Claustro de Sor Juana y especialista en Análisis Político, Democracia y Elecciones por el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE).


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