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El Salvador bajo Bukele

La figura de Nayib Bukele ha reconfigurado el escenario político salvadoreño en menos de una década. Con un discurso innovador y una estética política millennial, ha logrado lo que pocos líderes en la región: una altísima popularidad sostenida en el tiempo, una mayoría legislativa contundente y una narrativa que lo posiciona como el artífice del “nuevo El Salvador”. Sin embargo, esta transformación también ha generado preocupación sobre la salud democrática del país. Este artículo propone una reflexión crítica sobre el liderazgo de Bukele, reconociendo sus logros en seguridad, pero también señalando los riesgos de la concentración de poder.

Bukele llegó a la presidencia en 2019 en un país marcado por profundas heridas históricas y un sistema político agotado. La polarización entre el FMLN (izquierda) y ARENA (derecha) había dominado durante casi tres décadas, pero ninguno logró satisfacer las necesidades apremiantes de la población. La violencia, la corrupción y una economía dependiente de remesas conformaron un panorama desalentador. Para 2019, el desencanto era palpable: menos del 10% de la población confiaba en los partidos tradicionales.

En este contexto de profundo descontento, Bukele —un joven empresario y ex alcalde de San Salvador— se presentó como la encarnación del cambio. Su mensaje era simple y efectivo: “El dinero alcanza cuando nadie roba”. Esta narrativa anticorrupción, combinada con su imagen de outsider tecnológico, conectó profundamente con una población joven y hastiada del bipartidismo. La estrategia funcionó. En 2019, Bukele ganó la presidencia en primera vuelta con el 53% de los votos, rompiendo tres décadas de bipartidismo.

 El precio del cambio

Sin embargo, la promesa de cambio se ha traducido en decisiones que debilitan el marco institucional. El punto de inflexión ocurrió en febrero de 2020, cuando Bukele irrumpió en el recinto legislativo acompañado de militares armados. Este episodio, conocido como “9F”, evidenció su disposición a desafiar las instituciones democráticas.

Tras obtener la mayoría legislativa en 2021, sus aliados destituyeron a los magistrados de la Sala de lo Constitucional y al Fiscal General. La posterior aprobación de su reelección inmediata —en contra del espíritu de la Constitución— marcó un punto de quiebre que cuestionó los principios de alternancia democrática.

La consolidación del poder se completó en julio de 2025, cuando la Asamblea Legislativa, controlada por su partido Nuevas Ideas, aprobó una reforma constitucional que permite la reelección presidencial indefinida. Con 57 votos a favor y solo 3 en contra, la reforma modificó cinco artículos de la Constitución, extendió el período presidencial de cinco a seis años, eliminó la segunda vuelta electoral y adelantó las elecciones generales de 2029 a 2027. Bukele defendió la medida argumentando que “el 90% de los países desarrollados permiten la reelección indefinida”, mientras que la oposición la calificó como “la muerte de la democracia en El Salvador”. Esta reforma no solo institucionaliza su continuidad en el poder, sino que sincroniza todas las elecciones bajo su control, consolidando un modelo que sus críticos comparan con los procesos autoritarios de Venezuela y Nicaragua.

Lo paradójico es que estas medidas, lejos de generar rechazo masivo, han contado con respaldo popular. Según encuestas recientes, el 89% de los salvadoreños aprueba la gestión presidencial, incluso cuando implica “saltarse” controles institucionales. Esta aparente contradicción se explica por la priorización de resultados sobre procedimientos: ante la ineficacia histórica de las instituciones, muchos ciudadanos valoran más la resolución de problemas cotidianos que el respeto a normas abstractas.

 Seguridad a cualquier precio

El pilar fundamental de la popularidad de Bukele es su política de seguridad. Bajo el régimen de excepción instaurado en marzo de 2022, se ha reportado una drástica reducción de homicidios, celebrada tanto por sectores populares como por medios internacionales. La narrativa gubernamental insiste en que “El Salvador ahora es seguro”.

No obstante, este logro tiene un alto costo. Según organizaciones de derechos humanos, se han realizado más de 87,000 detenciones, muchas sin el debido proceso. Se reportan casos de tortura, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y muertes bajo custodia. La seguridad alcanzada —aunque real en algunos indicadores— se ha construido sobre la suspensión prolongada de garantías constitucionales.

 

El éxito en seguridad ilustra la principal fortaleza del modelo bukelista: su capacidad para atender lo urgente. Durante décadas, la violencia de las maras fue el problema más apremiante para la mayoría de los salvadoreños. Donde los gobiernos anteriores fracasaron, Bukele parece haber tenido éxito.

Esta priorización de resultados inmediatos sobre procesos institucionales refleja una racionalidad pragmática que resuena con la experiencia cotidiana. Para quien vive bajo la amenaza constante de la extorsión o el homicidio, la protección de derechos procesales puede parecer un lujo lejano. El bukelismo ha sabido explotar esta disyuntiva, presentando las garantías constitucionales no como pilares democráticos, sino como obstáculos para la seguridad.

Sin embargo, esta lógica de corto plazo oculta riesgos a largo plazo. Un sistema penal que normaliza la detención preventiva masiva no solo vulnera derechos individuales, sino que probablemente será insostenible. La sobrepoblación carcelaria, las condiciones inhumanas y la ausencia de programas de rehabilitación siembran las semillas para futuros conflictos.

 El presidente digital

Una de las grandes innovaciones del bukelismo ha sido su capacidad para controlar la narrativa pública mediante redes sociales. Bukele no gobierna solo desde el Palacio Nacional, sino desde X, TikTok e Instagram. Esta estrategia le ha permitido eliminar intermediarios en la comunicación política y construir una comunidad digital de apoyo leal.

Este estilo comunicativo constituye también una forma de intimidación sistemática. Mediante la ridiculización pública de críticos y la movilización de sus seguidores contra voces disidentes, Bukele ha establecido un mecanismo que disuade la crítica. Sus tuits sarcásticos dirigidos a periodistas, académicos o políticos opositores no son meros exabruptos, sino herramientas calculadas de control discursivo.

Como advierte Amparo Marroquín Parducci, Bukele ha vendido una idea de país “más cool, más moderno, más ordenado, más limpio”. Su gobierno ha convertido la estética en herramienta de legitimación. Esta estetización del poder, sin embargo, invisibiliza prácticas autoritarias al envolverlas en una narrativa de eficiencia y modernidad.

 El corto plazo como política de Estado

La gestión de Bukele ha priorizado sistemáticamente la atención a problemas urgentes y visibles. Además de la seguridad, ha puesto énfasis en obras de infraestructura urbana, programas de ayuda directa durante la pandemia, y proyectos emblemáticos como el hospital más grande de Centroamérica o la adopción del Bitcoin como moneda legal.

Un ejemplo paradigmático es la intervención en el Centro Histórico de San Salvador. La renovación de plazas, la restauración de edificios históricos, la peatonalización de calles y la nueva iluminación han creado un entorno visualmente atractivo que muchos salvadoreños ahora disfrutan.

Sin embargo, bajo esta narrativa de recuperación subyacen procesos problemáticos de gentrificación y exclusión social. Miles de vendedores informales fueron desplazados, muchos sin alternativas económicas viables. Los nuevos espacios “ordenados” operan con lógicas de vigilancia y control que filtran qué cuerpos y prácticas son aceptables en el espacio público renovado.

Esta priorización de lo inmediato y visible deja en segundo plano desafíos estructurales como la dependencia económica de las remesas (20% del PIB), la baja productividad, la vulnerabilidad ambiental o la desigualdad persistente.

 El “encanto” de Bukele: la política del reconocimiento

Más allá de las reformas y transformaciones urbanas, existe una dimensión afectiva en el fenómeno Bukele fundamental para comprender su arraigo popular. El “encanto bukelista” radica en hacer sentir a la población que por fin alguien los ve, los escucha y se preocupa por sus problemas inmediatos.

En un país donde las élites políticas han operado históricamente desde espacios cerrados, Bukele ha construido una relación con sus votantes basada en la respuesta rápida y visible. Frente al burocratismo y la aparente indiferencia de gobiernos anteriores, su administración proyecta una imagen de acción permanente: si hay un bache, se arregla; si hay una zona insegura, se interviene; si hay un problema, se aborda.

Esta política del reconocimiento opera tanto en lo material como en lo simbólico. Las intervenciones físicas representan mejoras tangibles en la calidad de vida, mientras que la constante comunicación a través de redes sociales genera una sensación de proximidad inédita. Bukele no solo “hace”, también “muestra que hace” y, más importante, “muestra que hace para ti”.

Esta conexión emocional explica por qué muchos salvadoreños están dispuestos a pasar por alto preocupaciones sobre el debilitamiento democrático. Para quienes han vivido décadas sintiéndose ignorados por el Estado, la experiencia de tener un presidente interesado en sus problemas cotidianos tiene un valor que trasciende consideraciones abstractas sobre equilibrio institucional.

Lo paradójico es que esta política del reconocimiento opera principalmente en una lógica asistencialista y vertical. El ciudadano es concebido como beneficiario pasivo de las acciones gubernamentales, no como sujeto político con capacidad de participación. Se fortalece la relación directa entre líder y masa, debilitando mediaciones institucionales y organizaciones autónomas.

 Un futuro en la encrucijada

El Salvador se encuentra ante una encrucijada histórica. El modelo bukelista ha conseguido resultados en áreas prioritarias para la población, pero su consolidación amenaza con desmantelar los frágiles avances democráticos. La cuestión fundamental no radica en determinar si Bukele es “bueno” o “malo”, sino en examinar qué tipo de sociedad se está construyendo bajo su liderazgo.

El bukelismo no es simplemente un régimen autoritario más, representa una nueva forma de poder que conjuga eficacia técnica, control digital y política del reconocimiento para generar un consenso que trasciende las divisiones tradicionales. Su verdadero legado será la reconfiguración del imaginario político salvadoreño y la normalización de un modelo donde el pluralismo y los contrapesos institucionales aparecen como obstáculos prescindibles frente a la promesa de seguridad inmediata y modernización estética.

El desafío para El Salvador trasciende la dicotomía entre “autoritarismo eficaz” y “democracia inoperante”. El verdadero reto es construir instituciones que respondan a necesidades ciudadanas inmediatas sin sacrificar derechos fundamentales ni visión de largo plazo. El futuro democrático del país dependerá de la capacidad para construir alternativas que respondan a las demandas ciudadanas legítimas sin sacrificar los principios del Estado de derecho.


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Lorena Margarita Umaña Reyes

Lorena Margarita Umaña Reyes es Doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Maestra en Estudios Políticos y Sociales de la UNAM. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores nivel 1, actualmente ejerce como Profesora-Investigadora Titular B en el Centro de Estudios Sociológicos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, profesora de las licenciaturas de Sociología y Urbanismo, así como en el Programa de Posgrado en Ciencias Políticas y Sociales.

Su trabajo académico y de investigación se ha destacado por contribuciones en el campo de las ciencias políticas y sociales, especialmente en temas de participación ciudadana, representaciones sociales, ciudadanía de género y espacio público.


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