El iceberg
A propósito de las investigaciones sobre el presunto involucramiento de altos mandos y personal operativo de la Secretaría de Marina en el contrabando de gasolinas y diésel, conocido como “huachicol fiscal”, mencionar “la punta de iceberg” es una tentación que ningún analista puede evitar.
La punta del iceberg está a la vista de todos. Sabemos que altos mandos de la Marina Armada de México se coludieron con inspectores de la Agencia Nacional de Aduanas para permitir la entrada ilegal de millones de metros cúbicos de combustible, que después era entregado en gasolinerías para su venta al público. Por lo que han informado las autoridades, las investigaciones se concentran -hasta hoy- en el puerto y aduana de Tampico. Pero el contrabando pudo tener lugar en otros puertos. Cabe suponer que la PGR investigará a quienes estuvieron al frente de las aduanas, de 2019 hasta la fecha.
La reacción inmediata, casi por instinto reflejo, desde el oficialismo ha sido proteger la punta del iceberg. Exonerar al que fue secretario de Marina del gobierno del expresidente López Obrador, ha sido lo relevante de lo expuesto en las mañaneras. Pero lo que no se puede ocultar es que en la punta del iceberg aparecen marinos ligados, por parentesco político y por cadenas de mando, tanto al anterior como al actual titular de Marina. Pese a las evidencias reparten ruedas de molino para hacernos comulgar con la versión que descarta toda relación de un marino “suicida” con los hechos bajo investigación. Solo que ya hay otro marino ejecutado en una práctica “real” de tiro.
Ante esos hechos viene a mi memoria las negociaciones que, en 2019, tuvimos en el Senado para alcanzar los consensos que permitieron aprobar, por unanimidad, la creación de la Guardia Nacional, como una policía de naturaleza civil, adscrita a la Secretaría de Seguridad Pública. El reto era preservar la naturaleza civil en la política de seguridad pública, y al mismo tiempo garantizar que la nueva policía tuviera estrictas reglas de reclutamiento, selección, capacitación y promoción, asimilados a los de la disciplina militar.
Nuestro punto de referencia para ese efecto era la Marina, cuyas capacidades operativas eran ampliamente reconocidas. Tuvimos otro punto de referencia en los criterios de la Suprema Corte sobre la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, mismos que fueron llevados a la Constitución. Dos principios son básicos para la civilidad y la democracia: esa participación debía ser temporal y extraordinaria. Hubo otro tema, que comentamos solo con algunos senadores: los riesgos de corrupción que abría la participación directa y masiva de militares en el combate al crimen organizado.
Habiendo trabajado a su lado, tenía en mi memoria la conversación de Francisco Labastida, secretario de Gobernación, con Madeleine Albrigth, secretaria de Estado, en Washington, DC (1999). El consejo que recibió Labastida fue no involucrar militares en el combate a los narcos; esa era la mejor forma de evitar que se corrompieran. Por eso, le dijo Albrigth, en Estados Unidos crearon la DEA. Labastida fue gobernador de Sinaloa, conoce a fondo el asunto de seguridad pública. En 1998 encabezó los trabajos para crear la primera Policía Federal
Para ese entonces ya había ocurrido el caso del general Jesús Gutiérrez Rebollo, designado zar del combate a los narcos, que se puso, o ya estaba, de acuerdo con ellos. Meter de lleno a los militares a la primera línea de acción contra los delincuentes, como lo hizo López Obrador, ampliando la guerra que inició Felipe Calderón, fue abrir la caja de Pandora.
Lo que siguió fue entregar la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa y luego otorgar el control de los puertos marítimos, aeropuertos y aduanas a la Marina, violando en ambos casos la Constitución. No fueron decisiones por estrategias de seguridad pública, fueron juegos de poder, que dieron tamaño y forma al iceberg de la militarización.
Hoy el tema relevante no es la punta. El problema es el iceberg.
Posdata: En 1986, el procurador Sergio García Ramírez compareció en la Cámara de Diputados para dar cuenta del rancho “el búfalo”, la gigantesca fábrica de mariguana propiedad de Rafael Caro Quintero. Al reclamo opositor por la inacción de las fuerzas de seguridad, civiles y militares, el procurador dio una respuesta que zanjó el debate: “no supimos porque todos estaban metidos en el negocio”.
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