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Sobre los límites de la legitimidad democrática

Una sociedad democrática presenta un principio superior etéreo que pocas veces se discute: la razón humana. El régimen democrático es aquel que nace más que de las pasiones, de la razón. Por ello, es incompatible la materialización de la democracia con una sociedad dominada por las pasiones humanas. Imaginemos una sociedad de pollitos que se llama a sí misma democrática. ¿Es realmente democrática esa sociedad si la mayoría de los pollitos vota a favor de la instauración de un KFC? Puede concluirse, entonces, que no toda decisión alcanzada por las mayorías en un régimen que se dice democrático es democrática.

El artículo 39 Constitucional nos advierte de esta contradicción. En él hallamos la afirmación de que todo poder público dimana del pueblo y se instituye para su beneficio. Esta fórmula condensa dos pilares conceptuales que no deben separarse: por un lado, el principio democrático de origen —la soberanía popular—, y por otro, el principio teleológico de finalidad —la orientación del poder al beneficio general—.

A pesar de lo anterior, suele ocurrir que en el discurso político se privilegie exclusivamente la primera parte de ese enunciado. Se nos dice con insistencia que el poder dimana del pueblo, como si esta afirmación, por sí sola, fuese suficiente para legitimar el poder público. Sin embargo, esa legitimidad está completa solamente cuando se cumple también la segunda cláusula:  ese poder sólo es legítimo si se instituye para beneficio del pueblo. Esta cláusula no es un adorno retórico, sino un límite material que condiciona la validez del ejercicio de la autoridad.

Este doble criterio de legitimidad —origen democrático y finalidad de bien común— expresa una idea fundamental: la democracia constitucional no puede reducirse al puro procedimiento electoral. La voluntad popular, aunque sea un elemento esencial de la legitimidad, no es en sí misma un valor absoluto. La experiencia histórica muestra que la voluntad colectiva puede extraviarse en pasiones momentáneas, en pulsiones de resentimiento o en ideologías que, bajo el pretexto de la mayoría, destruyen las libertades y la dignidad de las personas.

Por ello, toda constitución moderna que se jacte de ser democrática debe contener un sistema de frenos y contrapesos, derechos fundamentales y controles jurisdiccionales que actúan como salvaguardas frente al riesgo de que la democracia se degrade en formas autoritarias con apariencia popular. La Constitución no es una simple traducción de la voluntad mayoritaria. Es un proyecto de racionalidad normativa orientado a preservar la libertad, la justicia y la igualdad, incluso cuando la mayoría pudiera inclinarse a sacrificar estos valores en nombre de la conveniencia política o del fervor ideológico.

Este marco conceptual impone una distinción decisiva entre legitimidad formal y legitimidad sustantiva. La primera se refiere a los procedimientos de acceso al poder y a la legalidad formal de los actos públicos. La segunda, a la conformidad de esos actos con los fines superiores que justifican la propia existencia del orden constitucional. Así, un gobierno puede gozar de legitimidad formal por haber surgido de elecciones libres, y, no obstante, perder legitimidad sustantiva si ejerce el poder en contra de los derechos fundamentales, la división de poderes y el bien común.

La historia constitucional contemporánea ofrece ejemplos elocuentes de este fenómeno. La degradación de la democracia en formas de autoritarismo electivo o de populismo plebiscitario ha ocurrido cuando las mayorías parlamentarias, investidas de una legitimidad de origen, han empleado ese poder para erosionar las garantías institucionales que protegen la dignidad humana. En tales casos, la popularidad de las medidas no convierte en legítima su sustancia. La voluntad mayoritaria, por sí misma, no purifica actos contrarios al núcleo esencial de la Constitución.

El consenso, cuando es producto de la inconsciencia o de la manipulación, no confiere bondad ni legitimidad a la decisión colectiva. La democracia no es la consagración de cualquier capricho popular, sino el compromiso de deliberar y decidir dentro de los límites que impone la justicia y el respeto incondicional a la persona humana.

Así entendido, el principio de que la autoridad debe orientarse al beneficio del pueblo implica una obligación constante de justificación racional y ética. No puede considerarse constitucional una medida que lesiona la igualdad, que somete a sectores vulnerables a la discriminación o que destruye el pluralismo que da sentido a la convivencia democrática. El origen popular del mandato político exige el compromiso de ejercerlo conforme a valores superiores que no dependen de la aprobación circunstancial de la mayoría.

Este compromiso con la finalidad sustantiva de la autoridad impide confundir el apoyo mayoritario con la legitimidad integral del poder. Una decisión pública puede ser popular y, a la vez, incompatible con la Constitución. Por ejemplo, resultaría inconcebible sostener que una ley que invierte la presunción de inocencia, o que exime a los gobernantes de toda responsabilidad, adquiere legitimidad sólo porque la respalda una mayoría legislativa. Tales normas vulnerarían el núcleo de garantías que hace de un orden jurídico un orden de respeto y no de dominación.

Por eso, la democracia constitucional no es el gobierno de las mayorías sin restricción, sino el gobierno limitado por el derecho, orientado al bien común, con mecanismos de control y responsabilidad que garantizan que la autoridad no pierda su sustento en la dignidad humana. La frase constitucional de que el poder se instituye para beneficio del pueblo es un recordatorio permanente de que la legitimidad no puede reducirse a la estadística electoral. Obliga a evaluar de manera constante si el ejercicio del poder público satisface los fines superiores del orden democrático: la libertad, la igualdad, la justicia y la coexistencia pacífica de las diferencias.

En última instancia, este principio constituye una defensa contra la autodestrucción de la democracia desde dentro. Porque el peligro no siempre proviene de minorías violentas o de conspiraciones externas: con frecuencia, el riesgo surge de la fascinación que ejerce la voluntad colectiva cuando se convierte en una coartada para suprimir los límites que la razón y la Constitución imponen. Frente a ese peligro, es indispensable recordar que la autoridad auténticamente democrática no es la que hace cualquier cosa que la mayoría reclame, sino la que, naciendo del pueblo, permanece siempre al servicio del bien común y de la dignidad de cada ser humano.


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Diego Aarón Gómez Herrera

Es consejero electoral del Instituto Estatal Electoral y de Participación Ciudadana de Nuevo León desde el 1 de octubre de 2024. Fue Consejero Distrital del Primer Presupuesto Participativo de Monterrey, así como regidor juvenil en el Primer Parlamento Juvenil de esa ciudad. Ha sido profesor bilingüe en el estado de Texas, Estados Unidos, en comunidades de migrantes. Formó parte del Servicio Profesional Electoral Nacional como Vocal del Registro Federal de Electores Distrital en Baja California.

Es licenciado en física por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Cuenta también con estudios de maestría en relaciones internacionales y de doctorado en derecho electoral.

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